Desde el mirador
por Blanca Garrido
Hace pocos meses murió mi abuela gallega. Una abuela extraña, sobrevenida, inesperada, pero abuela al fin y a la postre, porque yo siempre me sentí su nieta de Valladolid desde el primer día que me vio y, como ella contaba, pensó que “esta chica sí que sí”. Murió de puro vieja, antes de que el Alzheimer se llevase hasta el último recuerdo, algo que ella temía más que a la misma muerte.
Pocos días antes de su fallecimiento, se sentaba conmigo y se reía, se reía mucho, porque ella se enfrentaba así a la vida: con una sonrisa, que lo mismo servía para demostrar que estaba disfrutando del momento y la compañía, que para conciliar y evitar que broncas ptenciales llegasen a algo más. Creía en la bondad porque, para ella, “fillos de puta xa hai abondo” en el mundo. Hablaba mucho, siempre lo hacía, y normalmente en torno a una mesa llena de comida.
Si la democracia se hubiese inventado en Galicia, no habría un Palacio del Congreso para sus señorías, sino un mesón.
A medida que la demencia le fue royendo la memoria, con más fuerza se aferró a sus relatos. Sus historias eran las propias de una nadie, de la mayoría que no aparece ni como nota al pie en la Wikipedia. No nos engañemos, una nadie como la inmensa mayoría de nosotras, aunque ella, niña de guerra y de posguerra, fue de una generación donde eran más nadie, infinitamente más, que cualquiera de nosotras ahora.
Nació en una casa aislada, en una parroquia de Santa Marta de Ortigueira. Al poco de nacer, enfermó de una “peste”, probablemente tifus. Sus padres habían gastado todo el dinero en médicos para paliar el mismo mal de su hermana inmediatamente mayor. Como los esfuerzos no habían servido para otra cosa que dejarles sin casi dinero para las exequias de la pequeña, sus padres decidieron dejarla de la mano de Dios. Se ve que Dios no tenía la mano ocupada en exceso porque la pequeña resistió la enfermedad. A los cinco años ya cuidaba de su hermana menor; era una familia de siete hermanos y se aprendía pronto a atender las necesidades domésticas.
De la escuela recordaba el día en que llegó el nuevo profesor, “un falangista”, del que solo aprendió a desfilar delante del edificio escolar y poco más. Le costaba firmar con su nombre, pero para las cuentas tenía un cerebro del que tendrían que aprender las IA: nunca le sobró el dinero, pero tampoco le faltó, y todo su afán era dejar a su hija algo de efectivo en la cuenta y ninguna deuda pendiente el día que muriese.
Abandonó la aldea y los desfiles escolares siendo muy niña para emigrar a la ciudad con su familia. En Coruña, se alojaban en un bajo a la entrada de la Ciudad Vieja, cerca de donde, en otro tiempo, se levantaban las murallas que la protegían. No volvió a pisar la escuela. El padre se hizo con un carretillo que lo mismo servía para transportar la leche que repartía de madrugada que para carretear fruta que compraba barata en huertos para revender en la ciudad por un parco beneficio.
En ese bajo de miseria ahora creo que hay un bar de copas o una vermutería y en la Ciudad Vieja ya no viven desertores de la hoz y del arado; ahora pululan mozos y mozas bien peinados y pulseritas de tela en las muñecas. En casa de probablemente algún ascendiente de estos nuevos moradores del barrio entró a servir, siendo todavía tan pequeña que necesitaba subirse a una banqueta para fregar la loza de los señores. Le descontaban de su sueldo a la cría cada pieza de vajilla que se descascarillaba por culpa de su torpeza y mala suerte. Creció limpiando en casas ajenas, pero siempre aprendiendo de todo cuanto veía a su alrededor. Tuvo la fortuna de acabar limpiando en una clínica regentada al alimón por tres médicos, donde por primera vez sintió cierto respeto y cariño por parte de sus empleadores.
Con apenas dieciocho, se casó con un hombre bastante mayor que ella, amigo de su padre. Un mozo callado al que la batalla del Ebro le había dejado sin un ojo, una medalla de mutilado, un alcoholismo en ciernes y un puesto de funcionario de prisiones en la cárcel de Coruña. Fue quien la besó por vez
primera y quien le compró su primer traje, que estrenó el día de su boda. Nunca dejaron de quererse, a pesar de todos los pesares. Se asentaron cerca de esa cárcel, en un lugar que ni barrio era por aquel entonces, solo un pradería que remataba en peñas ahogadas por el mar del Orzán. De aquel hombre aprendió que muchas veces la gente que acaba entre rejas no era tan mala como dicen.
Y no hablaba por hablar, porque el marido a veces traía a casa a comer a algún preso recién excarcelado que no tenía donde caerse muerto.
Aprendió de verdad de la vida: a entender al otro y a tolerar a quien no entendía, a no incomodar sino por equivocación, a encarar la vida con humor, a no rendirse, a no dejarse vencer. La resiliencia es una palabra muy de moda, pero quienes la llevan en la boca suelen tocar de oídas: escriben libros de autoayuda (porque ayudan a engordar, mayormente, sus bolsillos), dan charlas a empresarios y reparten consejos a empleados, asesoran a políticos. Pero la resiliencia de verdad es patrimonio de esas nadie, las que siguen adelante porque no hay otra alternativa, que no son vencidas por la desgracia, porque ellas mismas son hijas de la desgracia, esas sin nombre que, en sus cenizas, nos dejan los cimientos con los que podemos construir algo mejor.
Blanca Garrido