Animales perdidos

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Desde el mirador
por Blanca Garrido

Vallisoletana de nacimiento
Gallega por adopción
Periodista por la Universidad de Salamanca
Mujer por derecho propio

 

Han pasado un par de décadas, tal vez. Con el nuevo milenio descubrimos que el Futuro era otra crisis económica más, de esas que ningún economista acierta a pronosticar, pero para las que siempre se ofrece la misma fórmula: que sufran los de abajo para que los de arriba se mantengan. O valientes ajustes, pero necesarios para que el sistema no caiga, en idioma mediático. Nada nuevo bajo el sol.

Mi mozo y yo paseábamos, sin rumbo fijo, por el centro de la ciudad. En la calle Galera, en el portal de enfrente a las enormes cristaleras y marcos de madera tallada de la vieja churrería Bonilla, se sentaba un derrotado que sujetaba con una mano un cartel de cartón lleno de mugre con el que pedía algo para comer. Con la otra, jugueteaba con un perrillo peludo con cara de gnomo, boca abierta en lo que parecía una versión canina de la sonrisa y un rabillo que no paraba de menear el aire. Al otro lado de los cristales, el local estaba lleno de familias con niños haciendo black faces de chocolate. Ahora me doy cuenta de que los ventanales de la churrería eran, en realidad, espejos, pero, a veces (muchas), lo evidente es un fantasma que juega a esconderse delante de nuestros ojos hasta que alguien lo señala con el dedo.

A nuestro paso, el perrete, muy joven, se puso a dos patas para ejecutar el menú completo de monerías y cabriolas que traen los cachorros de serie. Nos paramos, jugueteamos con el perro e intercambiamos unas palabras con el dueño. Recuerdo su delgadez y su barba rala y descuidada. Le dejamos unas monedas y seguimos nuestro camino. Pero, a medida que nuestros paseos se repetían, también se repitieron las breves charlas y las carantoñas, hasta que se entabló una familiaridad que ya no dependía de la limosna, sino de la compañía. Las monedas ayudaban, claro, pero no siempre teníamos y sí palabras y el tiempo para charlar.

Todos lo conocían como el Portu, porque era portugués, claro, como Figo o Cristiano Ronaldo, y él mismo había aceptado el segundo bautizo sin quejas. ¿El perro? Es curioso, recuerdo su cara, la pequeña lengua con la que me daba lametones, pero no su nombre. Pero, sobre todo, recuerdo el amor del Portu por su amigo: “Primeiro come el sempre”, decía, con una pizquilla de orgullo, sin dejar de mirar a su peluche zumbón. El perro pronto nos reconocía cuando nos acercábamos y se agitaba alegre, esperando a que llegásemos con nuestro cargamento de mimos y algo de suelto para el dueño. El Portu nos sonreía también, con una boca que perdía dientes paulatinamente.

Un día, el Portu y su gnomo peludo no estaban en su portal habitual, viendo los churros y el chocolate pasar, como la vida. Su hueco permaneció vacío pocas semanas, ocupado después por otro derrotado, acompañado, esta vez, de una guitarra. Me acerqué al nuevo inquilino de ese trozo de calle y le pregunté por el desaparecido. “¿El Portu? Murió… De una neumonía. Ya sabes, la calle y la puta droga. Se lo llevaron en ambulancia de la calle al hospital, pero el pobre no salió de ahí. Estaba muy mal, no se cuidaba. Todo lo que conseguía iba para eso y para el perro, claro”. “Claro”, respondí, “claro”. “El Portu murió más solo que la leche. Era buen tío, pero ni tiempo hubo de ir a verle. Al menos, dejó al perro con unos amigos. Creo que tiraban para Navarra. A saber dónde andarán”.

No volvimos a cruzarnos con el perrillo. El Portu nunca nos contó su historia, más allá de las penurias diarias y algún comentario velado acerca de su adicción. Casi siempre se le iba la charla en elogios y agradecimientos a su cachorro. Tal vez es que no haya causa, sino una suma de derrotas. La mala suerte que te lleva a un lugar en lugar de a otro, de nacer en cuna de oro a pesebre descalabrado. Nadie es totalmente responsable de sus fracasos, mucho menos de sus éxitos, pero preferimos siempre pensar que la vida es justa o, en su defecto, lo será el más allá. El Portu murió solo y su perrillo marchó hacia rumbo desconocido. Lo cierto, es que a pesar de los muchos años transcurridos, el sabor del chocolate con churros me deja siempre un regusto triste y la calle Galera, la sensación áspera de que algo se ha perdido de manera irremediable.